La columna de este mes recupera la noción de metrópolis para un espacio geográfico que pese a su tamaño, su vida propia y su cultura milenaria, durante décadas debió responder a los dictados de otra metrópolis remota y lejana. Mara y Maxi -viajeros incansables y observadores avezados- narran sus impresiones sobre su largo periplo por la India. (María Laura Mazzoni – Responsable de sección)

La India no deja al viajero indiferente a ninguno de los sentidos: tacto, olfato, vista, gusto y audición permean unas sensaciones que impactan dejando un efecto positivo o negativo en diferentes medidas según el receptor.

Una de las primeras imágenes que observamos al llegar es la de los preciosos saris de colores que las mujeres hindúes lucen con preciada delicadeza, incluso mientras trabajan en una construcción o al caminar llevando cántaros de agua u otros objetos de gran tamaño y peso sobre sus cabezas.

Nuestros ojos tampoco dejan de sorprenderse ante los maravillosos palacios de los Maharás (muchos de los cuales hoy se han convertido en museos o en lujosos hoteles) ni ante las edificaciones de los antiguos colonizadores o los grandes y modernos edificios de las grandes corporaciones indias. No muy lejos de estas perlas arquitectónicas, los barrios de chavolas dan muestra de otro escenario en el que actúan millones de personas, desarrollando su vida cotidiana en condiciones de gran pobreza material.

A medida que seguimos recorriendo las grandes ciudades, una diversidad de olores acompañan nuestras observaciones: orín, incienso, basura, flores, excrementos…los cuales dan algunos indicios acerca de la cultura, la religión y la educación…tan íntimamente ligados. El incienso y las flores son ofrecidos por los hindúes a sus dioses, no sólo en los templos sino también en sus casas y en los espacios laborales; además muchas mujeres utilizan rosas y jazmines para engalanar sus cabellos. Pero así también, la insuficiencia de los desagües, la inexistencia de contenedores de basura y el excremento de las vacas urbanas, contribuyen a crear una atmósfera de escasa serenidad para nuestro olfato.

Por momentos se intercala el olor a la comida de los puestos callejeros, harina frita, cebolla, masala, entre otros, que junto a sus vendedores nos invitan afectuosamente, aunque a la vez un poco insistentemente, a pasar a sentarnos y saborear sus comidas.

El sabor de la comida india, intenso en especies, muchas veces picante, no deja indiferente a quien lo prueba. Por otra parte, no es lineal, al igual que su concepción de la historia, no se trata de una sucesión de platos de diferentes sabores sino por el contrario, todos se mezclan al mismo tiempo con la mano.

El tacto cumple un importante rol a la hora de comer, obviamente con la mano derecha ya que la izquierda está destinada a los actos impuros. La comida típica es el thalí, que consta fundamentalmente de una serie de tres o más recipientes pequeños con diferentes comidas, arroz, lentejas, verduras y chapatis. Puede ser servido en una bandeja con pequeños platillos o en una hoja de banano. Una vez allí se mezclan todas las comidas.

Esta aproximación sensitiva a la India se completa con los sonidos de las calles: bocinas, por sobre todo bocinas, que de forma esquizofrénica son accionadas incesantemente por los conductores. Algunas de sonido agudo, otras graves y otras formando música; la mayoría interminables. También escuchamos a los vendedores, niños jugando y otros que se dedican a saludar a los turistas. En los templos hindúes siempre es posible escuchar algo de música a base de tambores y campanas, música generalmente más estresante que relajante. Para completar el ruido de la ciudad, los templos musulmanes emiten sus rezos a través de parlantes, acompañados de  los cantos de las aves.

Si alguien busca tranquilidad lo mejor es dirigirse a un templo budista, sikh o algún centro espiritual; islas de paz y silencio en medio de ciudades caóticas. Otra opción bastante más cara es instalarse en algún hotel de lujo, como por ejemplo el Oberoi de Kolkata (Calcuta) donde es posible pasar en menos de cincuenta metros del calor y el ruido a la suave música ambiental y al aire acondicionado con aroma a vainilla.

Un sexto sentido que es necesario desarrollar, especialmente cuando nos trasladamos de un sitio a otro, es la paciencia. Al caminar debemos preguntar varias veces, ya que está mal visto no saber una dirección, por lo cual las personas optan por indicarnos algún tipo de opción en caso de no conocer la correcta. Por otra parte, un micro puede tardar más de doce horas para hacer 200 kilómetros, una cola para reservar un boleto de tren más de una hora y media, o el famoso regateo ante la compra más insólita. Todo ello siempre acompañado de una sonrisa que torna más amena la espera.

Esta es solo una breve muestra de aquello que las ciudades de la India ofrecen a los viajeros a partir de los sentidos. El paso por estos lugares resulta único y, a aquellos que nos atrae, nos resulta imposible no pensar en volver algún día.

Eva Mara Petitti y Maximiliano Camarda – Columnistas invitados