Las redes sociales, un tema tangencialmente abordado en reiteradas oportunidades, minan las relaciones humanas en todos sus aspectos. Sobre ellas hay opiniones variadas. Los optimistas sostienen que facilitan las comunicaciones y promueven el intercambio entre sus miembros. Por su parte, los pesimistas, entre los que me cuento, piensan que las redes sociales alejan a las personas, las insertan en una realidad virtual perversa en la que el encuentro efectivo se convierte en una odisea homérica. El amor en tiempos del Facebook es una historia corta, una barzelletta, que con ironía no exenta de agudeza y sensibilidad analiza los problemas que acarrea la falta de decisión y compromiso de los usuarios. En esta oportunidad, Natalia Arce  reproduce esa lógica femenina un tanto desconocida para el hombre. Nos introduce en un escenario posible, el detrás de escena de un mensaje que se pretende galante y los mecanismos de auto defensa que se emplean para excluir a un nobel indeciso. (Juan Gerardi- Responsable de Sección)

Es una noche tranquila de mitad de semana, en apariencia igual a muchas de un tiempo a esta parte. Después de cavilar los costos y beneficios de llamar por undécima vez a la rotisería del barrio y pedir por alguna de sus ofertas de sospechosa calidad gastronómica, optás por calentar la porción de tarta que encontrás tras mucho hurgar en los confines del freezer. Sí, es fin de mes. Pero no te importa, porque estás ansiosa por lo que se está cargando en tu computadora, el final de temporada de esa serie cuya tercera temporada devoraste (porque otro verbo no cabe) en menos de quince días. Mientras los números titilantes del microondas se consumen en cuenta regresiva, pensás en los posibles desenlaces para esos seres de ficción que se debaten en un mundo sobrenatural en donde son moneda corriente la magia y las luchas épicas entre el bien y el mal. Ya te imaginás entrando en los diversos foros para discutir sobre el devenir de la historia, y en la charla que tendrás con tu amigo que te ganó de mano y que, con tal de conocer el final lo más pronto posible, lo vió en streaming y sin subtítulos por más que no pesca ni una palabra del inglés. Sin saberlo, sos feliz.

Pero cuando ya estás con el plato en la mano, presta a sentarte en el sillón grande y poner el capítulo en pantalla completa, un sonido familiar te sobresalta desde de la computadora. Sí, el chat de Facebook. Presintiendo lo que se viene, y maldiciendo el no haber cerrado el Chrome, dejás la cena (si es que se la puede llamar así) arriba de la mesita ratona y te ponés los lentes casi con pavor. Si esta escena tuviera un título, sería sin duda alguna “El regreso de los muertos vivos”. Con zombies, vampiros y licántropos, con leprechauns, ménades y hasta el humo negro de Lost incluido. Y encima, para colmo, Mark Zuckerberg acaba de inventar una aplicación que boicotea tu plan de saber, tapada con una manta hasta la nariz, cuál fue la suerte televisiva de Elena Gilbert y los hermanos Salvatore. Sí, catorce fucking caracteres que te delatan diciendo “visto a las 21.54”, y te obligan a responder,  más tarde o más temprano.

No hace falta que te haga un recuento de la historia con ese personaje que, quizás recostado en su cama con la laptop encima, te bombardea con palabras desde el otro lado de la pantalla a no más de cuarenta cuadras de tu casa. Con variaciones y superposiciones en los protagonistas y grados de concreción, ya viviste o escuchaste este cuento en boca de tus amistades, sean hombres o mujeres, heteros o gays. Omitiré los interminables diálogos facebukeanos o en el ya casi olvidado Messenger, y los enigmáticos y trasnochados mensajes de texto que tal vez recibiste algún fin de semana. O de cuando la cantinela se trasladó a las nuevas tecnologías e invadió tu Whatsapp, chat de Blackberry o los mensajes directos de Twitter. Hasta tendré la gentileza de no recordarte esas veces que el muro de la virtualidad fue saltado y se encontraron en fiestas, bares u otros eventos sociales, y de las que no sacaste mucho más en limpio que de los otros medios. Porque todas esas historias que te contaron, o atravesaste en carne propia, se encuentran hermanadas por la dificultad de conocer al otro más allá de los supuestos complejos de Edipos o Elektra, fantasmas de exs y traumas generados por los divorcios de los padres, entre otras yerbas que harían las delicias de un Congreso de psicoanalistas lacanianos. Como una vez dijo una amiga tuya al final de una larga noche regada tal vez por  demasiadas copas de vino, si el destino de la humanidad dependiera tan sólo de las estrategias de reproducción de la clase media con pretensiones intelectuales y conexión a Internet, es hora de despedirse del planeta: estamos fritos como especie.

Dudás sobre qué hacer. Con una velocidad mental que sorprendería a Kasparov, haces una lista de los pro y contra de entrar en esa conversación tan propia del mundo Facebook. Sin perder tiempo, la abogada del diablo que habita en tu mente despliega la usual ristra de argumentos con los que ha pretendido convencerte de que no mandes todo al Averno: apelando a la igualdad de género, sostiene que estamos en 2012 y que el hombre no siempre tiene que dar el primer paso, que para ellos también es difícil exponerse y expresar sus sentimientos, bla, bla, bla. Pero tras tantas idas y vueltas en las últimas semanas, esas tretas surten cada vez menos efecto, y ni tu sofisticado e intelectualoide discurso acerca de las dificultades de relacionarse en la postmodernidad te alcanza para pensar que, quizás con un poco más de paciencia y audacia de cualquiera de las partes, (esta vez) el desenlace sea otro.

Mientras la tarta comienza a enfriarse, te acordás de cuando uno de tus amigos te contó que no fue a la fiesta en la que estaba la chica que le interesaba para quedarse en su casa jugando al Left for Dead online. Recordás tu estupor al oír su explicación de que para que ir, si lo iban a histeriquear como siempre, y que el escapar de un edificio plagado de zombies le resultaba mucho más prometedor que competir por la atención de ella con otros dos machos alfa de origen humano. Eso sin contar el exponerse al ridículo de bailar una música que no le gustaba y el derroche de dinero en cerveza berreta. Aquella vez, te compadeciste de él y su refugio en un mundo virtual, pero ahora, después de tanto tiempo, podés comprender algo de su hartazgo: esta noche vos también preferís escaparte a un mundo lleno de criaturas fantásticas, bien lejos de la hermeneútica y exégesis del chat de Facebook.

Así que mientras respondés de manera breve al cuestionario existencialista que te hacen desde el otro lado de la pantalla, y te despedís de manera cordial pero rauda para nunca más volver a ese diálogo, viene a tu cabeza otra de tus amistades, una de las pocas que viven en pareja. Cada vez que ella escucha las anécdotas de cualquiera del grupo, se horroriza diciendo que ni loca podría volver al “ahí afuera”, como si el mundo de los solteros de veintitodos se asemejara a una jungla atestada de fieras salvajes, prestas para romperte el corazón como en una novela caribeña. A diferencia de ella, ese mundo se te antoja más como la Matrix, donde todos, incluyéndote a vos misma, están conectados sin estar conscientes del resto que los rodea. Mañana será otro día, y esta noche, por lo menos, existe un mundo en donde Damon Salvatore hace hasta lo imposible por Elena Gilbert. A que él seguro no tiene Facebook.

Natalia Arce – Columnista invitada