Category: La Novena Musa


 

«And if you put it all together
You won’t have to look around
You know you cast a long shadow on the ground»

Hablar de Hugo Pratt a esta altura del partido, ya con varias ediciones de La Novena Musa publicadas, puede parecer un tanto tonto. Pero son muchos los aspectos los que nos llevan siempre, siempre, a volvernos nuevamente sobre la obra del maravilloso tano quien supo tener una infancia aventurera, a medio camino entre su natal Italia y su adoptivo hogar en Abisinia.

En primer lugar porque Pratt debe ser incluido entre los jugosos frutos que maduraron a la sombra del, a esta altura del partido, indiscutido H.G. Oesterheld en la primera edad de oro del cómic argentino. Puede parecer estúpido por momentos, pero la realidad es que mientras que en la mayor parte del mundo se hacían historietas tontas, acerca de superhéroes absurdos (y lo dice un enfermito de Batman como el que más) y se redactaban historias de lo más naif, en la Argentina el noveno arte ya era tal, una forma de contar una historia utilizando recursos que no podían encontrarse o desarrollarse de la misma forma más que con viñetas y globitos. Pratt maduró en ese ambiente, dibujando, orgulloso, a las órdenes del mencionado HGO, para luego comenzar a guionar sus propias historias. Del maestro tomó esa costumbre que tan característica se haría en su obra posteriormente: los cuadros, numerosos y consecutivos en los que el texto ocupa una porción de espacio muy superior a la de los dibujos. Esto era algo notable para un tipo que había arrancado meramente como dibujante, pero sorprendía particularmente a la mayoría de aquellos que se acercaban a la historieta desde ámbitos culturales que eran considerados más, “ejem”, «elevados», digamos. Los que leían los comics que Hugo Pratt comenzaba a publicar una vez retornado a Europa, se iban de bruces contra unas andanadas de texto kilométricas que no se condecían con lo que, de forma general, se esperaba de una historieta. Y su estilo maduraba. De las primeras influencias, viscerales de Jack London y Joseph Conrad que se veían reflejadas en los primeros álbumes de Corto Maltés, abundantes en piratas, aventuras tropicales, rebeldes, macumba y junglas, a las referencias abiertas (y no tanto) a Herman Hesse (léase Las Helvéticas), Jorge Luis Borges (Concierto en Do Menor para Harpa y Nitroglicerina) y William Shakespeare (Sueño de una Mañana de Invierno), Pratt crecía y su sombra descomunal ya abarcaba el viejo continente entero.

Pero sus obras sobresalían mucho más allá de lo literario y lo gráfico (porque sería estúpido olvidar que, ante todo, Pratt era un ilustrador brillante que con el tiempo alcanzó una economía de trazos y una maestría espectacular del uso de la tinta china). Cada uno de sus trabajos posee un trabajo de investigación histórica que haría ruborizarse al más pintado. En las mejores ediciones de sus álbumes «mayores» pueden contemplarse muchos de los bocetos y documentos que realizó y utilizó para esos trabajos. Se ven innumerables dibujos de los diferentes tipos de uniformes que los diversos ejércitos que aparecen en la historia solían utilizar. Uniformes que, en su mayoría, no hacen ninguna aparición en el libro, pero aún así la investigación y el trabajo se hacía. Los personajes ficticios se entremezclan con los personajes reales con una naturalidad y fluidez que posicionan a Pratt no sólo como el más grande historietista europeo del siglo XX, sino como uno de los mejores novelistas históricos de su tiempo. Y su rango cronológico y geográfico borda lo espectacular. Capaz de relatar la historia de las invasiones inglesas a Buenos Aires (El Gaucho), la guerra entre el IRA y Gran Bretaña (Concierto en Do Menor Para Harpa y Nitroglicerina), el imperialismo norteamericano en Centroamérica (La Conga de las Bananas), la trata de blancas y la oligarquía ganadera en Argentina (Tango: Todo a Media Luz), las Triadas chinas (Corto en Siberia), la Segunda Guerra Mundial en el norte de África (Los Escorpiones del Desierto), el colonialismo británico en Sudáfrica (Cato Zulu), o la «magia negra» del africanismo en América Latina (La Macumba del Gringo, Vudu por el Presidente), Pratt se desenvuelve con la fluidez de todo entendido por callejones de la historia y las costumbres locales de distintos lares que muchos hubieran preferido evitar.

En un mundo en el que la aventura y lo desconocido pasan a ser algo peligrosamente cercano a la fantasía, Pratt, a los saltos entre el dato histórico y el ocultismo (macumba, kabbalah y ángeles caídos) resucitó, a base de un talento irrefrenable, la sensación de adrenalina y vértigo ante lo desconocido, de asombro y sorpresa ante lo nuevo, y ante todas las cosas abrió mil puertas que desde entonces una innumerable cantidad de autores, de Mannara a Trondheim,  han atravesado para ubicar al cómic Europeo continental en el lugar en el que se encuentra hoy día.

David Fernández Vinitzky –De la redacción

En la década de los setenta, Len Wein, uno de los escritores y editores más influyentes de la historia del cómic norteamericano, creó una revista conocida como La Cosa del Pantano (“Swamp Thing”, DC Comics, 1972). Ésta relataba la historia de Alec Holland, un científico de las regiones pantanosas de Louisiana, quien, junto a su esposa, intentaba desarrollar una fórmula bio-regenerativa que permitiera hacer crecer plantas en territorios hostiles o escasamente fértiles. Según avanza la historia, un grupo secreto interesado en el descubrimiento de Holland le instala una bomba en su laboratorio. La explosión lo recubre en la fórmula, y éste, prendido fuego, busca refugio en el pantano donde perece. Su mujer también fenece en el atentado. El temita es que un tiempo después, el científico reaparece en la forma de un monstruo recubierto de plantas comunes en el ecosistema de la región. Así nace La Cosa del Pantano.

En sus inicios la historieta fue pendulando entre el misterio/terror y la acción, muy a la usanza de los comics de menor calibre comercial que habitaban el universo DC. Aunque con un núcleo duro de seguidores decentes, el interés por The Swamp Thing comenzó a mermar una vez iniciada la década de los ’80. Para entonces, ya había experimentado la aparición de una película sobre su historia (algo novedoso para la época) dirigida por la leyenda del cine de terror Wes Craven. Llegado un punto en el que nadie, absolutamente nadie daba dos mangos por esta interesante historieta, Len Wein ofreció renovar el personaje a uno de los escritores más promisorios del momento: Alan Moore, quien ya había realizado un trabajo genial con Miracleman.

Abrimos un paréntesis. Como todos los que leen La Novena Musa sabrán, Alan Moore es Dios. De hecho, es más que Dios. Cuando Dios quiere ir a comprar yerba, le pregunta a Alan si le deja cruzar la calle solo. Y generalmente solo lo deja salir para que le compre facturas y cigarrillos. En fin, prosigamos.

Alan Moore agarró y destrozó el personaje, pero lo “destrozó” entendido con una connotación positiva. Agarró su origen y lo dio vuelta como una media. Lo primero que hizo fue matar a La Cosa del Pantano. Uno dirá: “bueh, tampoco es algo tan grosso”, pero es que la mató… dos veces. Paso a explicar: Alec Holland, en forma de Swamp Thing, es asesinado a traición mediante un disparo. Uno de sus enemigos, un megamagnate, contrata a un científico para que examine el cuerpo del difunto. Durante la autopsia, este encuentra que el cuerpo tiene pulmones, cerebro, corazón, riñones… pero que no funcionan. Simplemente son formaciones de plantas que tomaron el aspecto de los órganos internos de un humano, pero que son incapaces de llevar a cabo sus funciones vitales. Entonces alcanza una conclusión sorprendente: La Cosa del Pantano no es Alec Holland, sino que la fórmula en la que estaba empapado cuando fue a refugiarse al pantano hizo que las plantas que devoraron sus restos absorbieran su consciencia, sentimientos y recuerdos. No es el hombre transformado en monstruo, sino que simplemente no es humano, ni nunca lo fue. De esta forma, Moore mata dos veces a su personaje. Primero de un tiro, y después exponiendo ante él y ante el mundo que nunca realmente existió.

Y así arranca una etapa completamente nueva en The Swamp Thing. Y es que hay mucha tela para cortar. Básicamente el interés de la historieta había pasado de residir en el algo ajado relato de un hombre que habíase transformado en monstruo, a ser la historia de un monstruo que había logrado alcanzar la humanidad. La Cosa del Pantano debe lidiar con el tener pleno conocimiento de que no se trata de una persona de nacimiento. Que nunca fue realmente lo que se dice vulgarmente “humano”. Y es allí donde se vuelve mucho más importante, mucho más esencial su pelea, su lucha por lograr mantener lo poco que le queda de humanidad. Algo que no es parte de su naturaleza, sino que es una elección. Y viendo muchos de los enemigos que van apareciendo, personas normales pero despreciables en su forma de ser, uno entra en razón: es y será siempre mucho más valiosa la decisión del héroe que cualquier hecho dictado por los avatares del destino, como puede ser el nacimiento.

Allí arranca otro punto alto en la historia. La Cosa del Pantano inicia un romance con una amiga, Abby Cable, (en un principio casada con un marido alcohólico y abandónico). Cuando el resto de la población de la región de Louisiana se entera de este affaire la reacción de estos se desborda completamente alcanzando la violencia explícita. Todos consideran una aberración que esta mujer se relacione de forma afectiva, romántica e incluso sexual con un fenómeno como es el otrora conocido como Alec Holland (nombre por el que ella lo sigue llamando). Cuando, por obra de sus rivales, La Cosa del Pantano abandona la tierra temporalmente, Abby es perseguida y aislada del resto de la humanidad como una paria (algo de lo cual su amante habría de vengarse eventualmente). La analogía es simple y clara. Hasta mediados del siglo pasado, en los Estados Unidos, la simple sospecha de que un hombre de raza negra estuviera llevándose, (ejem), “demasiado bien” con una blanca podía desatar la furia de una turba de blancos, los cuales habrían de linchar al hombre en cuestión. No por nada Alan Moore aprovecha el contexto del personaje principal (el sureño y racista Estado de Louisiana) para llevar un poco más al extremo este razonamiento.

La Cosa del Pantano es mucho más humana que la inmensa mayoría del resto de los personajes que pululan por las páginas del cómic. Y no es una cuestión de biología, sino de elección. De decidir ser realmente humano. En su ceguera todos lo consideran un monstruo, porque anatómicamente y en apariencia, no es una persona. No es el punto. La pluma y talento de Moore transforman al personaje en una de las imágenes más icónicas de la lucha por los derechos civiles en la historieta. Swamp Thing era los negros, sí, pero también era los gays (estando mucho más presente en la década de los ‘80 la homofobia que el racismo). Y la historia planteada tomaba la siguiente posición: no importa lo que se diga, no importa lo que se exprese en la sociedad. No importa la intolerancia, el odio, la violencia. Simplemente no importa. Importa la elección. El ser uno y respaldarlo con acciones. Importa el ser humano, no como naturaleza, sino como opción, como senda a recorrer. Y allí, en definitiva, radica la verdadera grandeza.

David Fernández Vinitzky –De la redacción

Algún tiempo atrás en La Novena Musa ensalzábamos la forma en la que Harvey Pekar había creado una especie de “neorrealismo” dentro del mundillo de las historietas a través del cual podía relatar y transmitir aquello que iba contemplando, viviendo y realizando a lo largo de su vida. Vecinos, amigos, compañeros de trabajo, conocidos, todos eran personajes, y las historias, simples, cortas en general, giraban en torno a lo que él vivía. Se basaba en lo ordinario. A partir de experimentos como éste surgidos desde las entrañas del underground norteamericano, comenzaron a aparecer, de forma lenta pero constante, autores que iban descubriendo el cómic como un formato a partir del cual la realidad podía reflejarse de forma mucho más fidedigna de lo que inicialmente se creía. Una de las “escuelas” que derivaron de ello fue la que empezó a utilizar el medio como forma de realizar un tipo de periodismo. En la última década dos autores han esplendido por sobre los demás dentro de esta tendencia: Guy Delisle y Joe Sacco.

Delisle es un autor franco-canadiense de 46 años que ha vivido en distintos países asiáticos como resultado de su trabajo en distintos estudios de animación. Durante su estadía en Shenzhen, ubicado como trabajador en una de las “zonas mixtas” de la China continental, comenzó a llevar un diario y a realizar esbozos de lo que terminaría siendo su ópera prima estilo “novela gráfica” (no soy un simpatizante, precisamente de este eufemismo) en el que relataba su vida en aquel país del lejano oriente. Esto terminó convirtiéndose en un exitoso libro (Shenzhen, 2000) publicado por una editorial independiente en el año 2003. Luego siguieron Pyongyang (2003), en Corea del Norte, donde estuvo adiestrando a grupos de dibujantes; Crónicas Birmanas (2007), probablemente su obra maestra, en  la Myanmar gobernada por una junta militar, y Crónicas de Jerusalem (2011), estas dos últimas acompañando a su mujer, miembro de la ONG Médicos sin Fronteras, y ya con su prole incorporada al viaje.

Delisle escribe sobre todos estos lugares desde una óptica simple, como un observador de lo cotidiano que es capaz de encontrar las implicancias políticas y sociales de lo que contempla dentro de la sociedad en la que se está moviendo, pero sin caer en la obviedad, el panfleto o la proclama idiota. Sus libros podrían ser catalogados como “crónicas de viaje”, pero lo más valioso que tienen para aportar, en realidad, son las pequeñas observaciones, los detalles que capta con los mismos ojos occidentales del lector. Es circunstancial, en buena medida, pero uno aprecia, entiende y supone que tendría el mismo filtro que el autor para ver las cosas en tan exótico contexto. Además, para el que no lo tiene leído, pongámoslo de esta forma: se nota que Liniers ha leído mucho a Delisle. Lo del canadiense viene por ese lado. Detalles, espíritu curioso, cierto halo de romanticismo. Todo con un trazo simple pero demoledor. Y las ideas levemente expuestas van cuajando de a poco a medida que uno lee el libro (y mientras piensa en él con el paso de las horas y los días).

Joe Sacco, nacido en Malta (algo que ya emocionaría a cualquier adepto a las historietas europeas), en tanto, la va de enviado de guerra. Allí donde Delisle hace crónicas de viajes desde la vida en un lugar diametralmente opuesto al que uno creció, mostrando el costumbrismo local tamizado por su visión occidental, Sacco es casi un cronista bélico, exponiendo directamente las visiones de las personas que han sido afectadas por  distintos conflictos en diferentes lugares del mundo. El narrador opina, obviamente, pero gran parte de su trabajo es dar voz a gente que uno nunca sospechó que fuera a terminar escuchando. Donde Delisle cuenta, casi bromista, cómo se cuela en una manzana bloqueada por el ejército para saludar desde la calle a Suu Kyi, líder opositora birmana, Sacco se centra íntegramente en un músico, pintor y veterano de guerra bosnio y en su relato acerca de cómo toda esa gente ha intentado reconstruir sus vidas luego del fin de la guerra en las ex Repúblicas yugoslavas. Sacco escribe desde Bosnia Herzegovina, desde la Repúblika Srpska (de los serbios de Bosnia), desde Palestina, desde Iraq, pero generalmente termina dejando a los locales el relato. Lo suyo es, un poco, cómic de barricada, pero su talento y la capacidad que tiene para llevar a cabo una tarea periodística impecable, hace que prácticamente todo lo que ha publicado (Gorazde: Zona Protegida, Palestina, Después de la guerra, entre otros) sea extremadamente recomendable.

Desde enfoques bastante distintos, ambos autores han demostrado que el cómic es un formato al que el periodismo y la crónica le sientan más que bien. Ha sido mucha el agua pasada por debajo del puente desde que el underground norteamericano inauguró la mayor parte de la no-ficción dentro de la historieta. El “neorrealismo” de Harvey Pekar y su American Splendor, o el Maus de un Spiegelman abrazado por la urgencia de bajar a la tinta y al papel el relato de su padre, sobreviviente del holocausto, han dado paso a obras como Crónicas Birmanas de Delisle o Después de la guerra de Sacco. Distintas a sus “antepasados”, ya abrazados por el mainstream, estas obras están a la vanguardia, a mí entender, de lo que el mundo de la historieta tiene para ofrecer, justamente porque fuerzan el formato hasta llegar a límites que nunca pensábamos que iban a ser alcanzados. Señor, señora, el cómic también contiene al periodismo. Quién lo hubiera dicho. Y es eso el que hace a los grandes autores. Si Allan Moore aprovechaba el formato para narrar como nadie, si Pratt y Oesterheld incorporaron la literatura a la historieta o si Moebius resultó una revolución estética enfrascada en un one-man-army, Sacco y Delisle son la punta de lanza de este nuevo movimiento en la actualidad.

David Fernández Vinitzky –De la redacción

En marzo del año 1982, un mes antes de que comenzara la guerra en el Atlántico Sur entre Argentina y Gran Bretaña, Dios (también conocido en La Novena Musa bajo el nombre de Alan Moore) vio como comenzaba a ser publicada, dentro de una revista de comics independientes inglesa llamada Warrior, una de sus obras magnas. El título de esta historieta era V for Vendetta, y relataba la historia de una Gran Bretaña que, luego de una guerra nuclear, y el caos consecuente al haber sido arrasada buena parte de Europa, se sumía en un régimen abiertamente fascista. En semejante futuro diatópico, un misterioso anarquista conocido sólo como V y disfrazado de Guy Fawkes (un católico del siglo XVII que intentó volar el parlamento inglés con rey y todo, para terminar con el predominio protestante en el gobierno), combatía contra este Estado totalitario. Mucho tiempo después, gracias a la película de los hermanos Wachowski (V for Vendetta, 2006) este personaje se convertiría en un ícono de los ultraliberales políticos alrededor del mundo (siendo tomado en el proceso como símbolo de la agrupación Anonymous). Pero en 1982 la cosa era muy distinta.

Promediando el régimen conservador de Margaret Thatcher, (primer ministro británica entre 1979 y 1990), Moore diagramó un relato que contaba como Gran Bretaña caía en el fascismo más abierto gracias a la utilización de una guerra por parte del partido en el gobierno. Como decíamos, el cómic comenzó a publicarse antes del inicio de la guerra en el Atlántico Sur, pero es más que claro cuáles son los detalles de la sociedad británica que Moore tenía en mente mientras escribía V for Vendetta. El miedo constante a todo lo que fuera externo a Gran Bretaña. La desconfianza generada por el disentimiento natural inherente a las islas entre católicos y protestantes (la figura de Guy Fawkes no es gratuita), conservadores, liberales y laboristas, ingleses y… bueno, el resto de las nacionalidades del Reino. Y ante todo una violencia que parecía latir, bombear y fluir en y por las calles de Londres y la mayoría de las ciudades del país. La década de 1980 fue la misma que concibió los extremos de hooliganismo que derivaron en los desastres de Hillsborough (96 muertos en una estampida humana) y de Bruselas (39 muertos); la huérfana de la música y el movimiento punk; la que habría de desencadenar la concepción de una obra tan unívoca como Trainspotting, de Irvine Welsh; la misma década que celebraría, desempolvando los viejos cánticos del imperio perdido, la victoria en las Falklands. Es con este trasfondo de violencia condensada en el aire de cada día que Alan Moore escribe semejante obra maestra.

A diferencia de la popular película, en la que V es personificado como un justiciero, y el régimen totalitario y personalista es visto como el típico villano unidimensional hollywoodense (lo que no quiere decir que no funcione como historia), en el cómic, V es un terrorista anarquista abiertamente, y la conformación del gobierno es mucho más compleja, variada y… gris, de lo que el film plantea.

En la historieta los miembros del gobierno conforman una mixtura más que interesante de fanáticos, burócratas, voyeurs, técnicos y ebrios de poder. Hay de todo allí, y uno no puede terminar, incluso colocándose en las antípodas ideológicas de semejante amasijo de humanidad, de entender. No justificar. Nunca. Pero entender seguro. Moore toca muy bien todos los cables para que estos villanos no queden encasillados simplemente como “los malos”, sino que realmente se los pueda descifrar y se llegue aceptar que tienen motivaciones dignas, racionales. Lógicas para cualquiera. Desde el hombre que sacrificó su vida personal para lograr impartir orden en una sociedad que había descendido en el caos a través del encauzamiento de la violencia, método que sentía como el único posible para recuperar la paz, hasta el pandillero barriobajero que aprovechó la situación para hacerse siempre con algo más de poder para poder controlar su quintita en un ecosistema donde no cabía, desde siempre, otra regla que el “comer o ser comido”.

Ante esto se contrapone la figura de V, como decíamos, un anarquista en un sentido no tan estricto históricamente. Alan Moore describe a un individuo que parece más bien sacado de las fantasías de cualquier persona de a pie (es, a fin de cuentas, y para bien o para mal, un terrorista) que algún sujeto que haya leído al menos a Bakunin. Hay una escena muy clarificadora en la que el enmascarado dialoga con una estatua de la justicia y le dice, teatral, enfurecido “La anarquía me enseñó mucho más como amante que vos. Me enseñó que la justicia sin libertad no tiene sentido. Ella es honesta. No hace promesas para luego romperlas como vos, Jezabel”. Su posición es estrictamente concisa. Para el V de la película, la culpa era del gobierno. El V del cómic culpabiliza directamente al pueblo por haber permitido, por comodidad, por no hacerse cargo, que el fascismo copara el país. Porque, da por sentado, a la hora de elegir la justicia es más cómoda que la libertad.

El intrincado plan de V en la historieta deriva en una situación de caos desencadenada por la anulación del sistema de vigilancia, los atentados y la incitación al caos. Él llama al resultado The land of Do-As-You-Please (“La tierra de Hacé-Lo-Que-Se-Te-Cante”). Básicamente devuelve a Gran Bretaña a un Estado dela Naturaleza en el que las calles son dominadas por pandillas, y la gente puede saquear, violar o simplemente desnudarse y vivir contenta en los bosques como más les plazca.

Esta obra se publicaba al mismo tiempo que el gobierno británico comenzaba a instalar cámaras en lugares públicos para combatir el crimen. Al mismo tiempo que un conflicto externo era utilizado como método de unificación bajo la Union Jack. Al mismo tiempo que el progresismo y las izquierdas inglesas e internacionales se escandalizaban ante el desguace del Estado de Bienestar británico. Ante la militarización del extinto Imperio. Ante el auge indetenible de estos uncompassionate conservatives. Alan Moore proponía el terrorismo como una forma de frenar aquello en lo que estas políticas podían terminar resultando. Como paradoja, del otro lado del Atlántico, un gobierno mucho más parecido al de V for Vendetta que el dela Thatcher, agotaba el discurso del terrorismo como excusa para sus injustificables manejos, y encaraba contra aquellos en quienes Moore veía como amenaza real.

                                                           David Fernández Vinitzky –De la redacción

Decisiones

Todavía me acuerdo bien de ese día.

Estaba en la biblioteca para niños del Centro Cultural Osvaldo Soriano, y debía tener entre 7 y 9 años. Ya había ojeado bastantes de las cosas de mitología griega para chicos, y por una vez pintó acercarse a donde estaban las historietas. No era demasiado lo que había para elegir, y no iba a agarrar Mafalda porque para esa altura del partido ya me había leído todo lo que podía haber de Quino en mi casa. Cuando encaré lo que había en stock en aquella especie de estante giratorio, que eran varios de esos libros publicados por Grijalbo/Dargaud, otros dos pibes enfilaron hacia lo mismo. Teníamos enfrente, básicamente, tres opciones entre las cuales elegir, y tres pendejos dispuestos cada uno a manotear alguno de esos extraños libros europeos. Me gusta pensar que cada uno tomó una decisión que marcó su vida de allí en adelante. Tengo que decir que en mi caso fue así.

El primero agarró un libro de Tintín.

El segundo, uno de Lucky Luke.

Yo manoteé uno de Asterix, el galo. Y ya nada sería igual.

Con el tiempo empecé a entender que había tomado la decisión correcta en más de un sentido. Me encantaría poder decir que todo tiene que ver con lo ideológico, pero la verdad es que nunca pude tragar siquiera al periodista belga ni a las aventuras que transcurrían en el oeste norteamericano. Después lo disfrazaría por ese lado. ¿A qué me refiero? Bueno, Tintín, más bien su autor, Hergé, suele ser visto por buena parte del público lector de historietas como el equivalente en cómic a la obra de Rudyard Kipling en la literatura. Y uno generalmente prefiere desligarse de estos comentarios. Son libros de aventuras, entretenidos y con un desarrollo inteligente y de excelente calidad (algo que se aprecia cuando la mayoría de los que arrancan a leer a Tintín son, aún, niños). Eso hasta que uno cae en la cuenta de que Hergé alguna vez escribió algo llamado «Tintín en el Congo». Y si no fuera porque el autor era belga, y porque justamente fueron estos los que en aquella zona de África realizaron todo un genocidio en la región a fines del siglo XIX y principios del XX, sería casi incómodamente simpático (en el sentido políticamente incorrecto y casi dentro del humor negro) el retrato de los nativos del lugar como prácticamente retrasados mentales y culturales que veían a los blancos y a sus adelantos tecnológicos como deidades. El que el primer álbum de este anodino personaje fuera lisa y llanamente una pieza de propaganda anticomunista (disfrazada de anti-soviética) no me generó precisamente demasiada simpatía más adelante.

Lucky Luke tampoco me llamó demasiado la atención nunca (incluso cuando durante un tiempo compartió guionista con la historieta que a la postre sería mi cómic europeo de cabecera, René Goscinny). El personaje no me terminaba de cerrar. Sí, el espíritu «buena onda» del cómic no estaba mal, pero para esa época las referencias constantes al western no me tocaban de la forma que podrían hacerlo hoy en día.

No al menos tanto como podría haberlo hecho cierto espíritu «indianajonesco» de Tintín, o el marco de historia antigua de Ásterix. Entiendo que por la época en la que había aparecido Lucky Luke era una referencia ineludible a la potencia cultural que representaban las películas de vaqueros alrededor de todo el mundo. Ser niño en la década del ’60 era muy distinto a serlo durante los ’90, y la falta de afinidad que desarrollé para con el cowboy, supongo, venía más por ese lado que por cualquier otro elemento, fuera ideológico o no.

¿Qué puedo decir de Asterix? Nada. Todo. Es al día de hoy que, por ejemplo, dentro de la literatura francesa «El Extranjero» me parece un libro para adolescentes mientras que «Asterix: El Escudo Arverno» se me hace uno de los más grandes logros de la literatura francófona. El humor sutil, las referencias a troche y moche sin que estas opaquen unas historias maravillosamente contadas, personajes entrañables, totalmente llenos de defectos todos ellos, las peleas constantes, pero siempre teniendo en cuenta dónde era que estaba el enemigo realmente. Pero se sumaba además la riqueza ideológica de esta historieta, y era la referencia constante a la resistencia. El pueblito de los irreductibles era el último bastión de la Galia contra el invasor romano. Pero también hacía referencia a la solidaridad entre los que resistían. Este pueblito y sus habitantes, el druida, los guerreros, terminaban apoyando directamente a aquellos que hacían frente al Imperio en Bélgica, en la península Ibérica, en Gran Bretaña, en el resto de las galias… en fin, allí donde hubiera alguien dispuesto a hacer frente a las legiones de César. 
Así como Tintín y su eurocentrismo tienen su génesis a finales de la década del ’30, y como Lucky Luke es un reflejo de la importancia de ciertas palancas culturales norteamericanas del siglo XX, me termina siendo imposible deslindar a Ásterix del espíritu que se vivía en Francia a finales de la década del ’60. Absolutamente imposible. La reescritura de la resistencia gala ante la superioridad tecnológica, militar y política de Roma era simplemente demasiado obvia. Pero a mí siempre me gustó por otros motivos. Los personajes eran geniales. Las historias y el humor, mejores aún. Yo solía ser un friki de la historia antigua. Y digamos que ideológicamente tuve la suerte de caer en el lugar adecuado. Igual, no es lo realmente importante.

David Fernández Vinitzky – De la redacción