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Aquello que ahora llamamos bullying

Esta es una historia de violencia, de violencia escolar, de aquello que ahora se llama bullying y que no es otra cosa que el hostigamiento y la violencia entre estudiantes. El contexto, sin embargo, es otro. La historia de Evil (Solo contra sí mismo) transcurre en Suecia a mediados del siglo XX (las alusiones a Elvis y Charly Parker así lo sugieren); un país monárquico en tránsito a la socialdemocracia por ese entonces.

El protagonista es Erik Ponti, un estudiante violento que es expulsado de todo el sistema público sueco y que tiene que terminar sus estudios, cumpliendo el deseo de su madre. Su casa también es un ambiente violento. Su padrastro lo golpea a cinturonazos y su madre para evadirse toca el piano. Ella es quien decide, entonces, enviarlo al internado Stjärnsberg, reducto educativo de los nobles y ricos suecos, donde Erik como última oportunidad deberá terminar sus estudios.

Stjärnsberg no es una escuela común: es de elite, pero donde la disciplina es sostenida por los propios estudiantes. Es todo el ejemplo de un orden social que en nada se condice con el que el sistema público intenta abarcar por ese entonces. Las escenas del comedor son ilustrativas del clima reinante en la escuela. En las mesas se ubican los estudiantes según el título nobiliario de sus padres, luego por su riqueza en orden decreciente. La disciplina es ejercida brutalmente por los miembros del consejo estudiantil, a través de una serie de castigos brutales, como el golpe de la vinagrera, el golpe del cuchillo, el rincón del burro, el ring: castigos que tienen un orden establecido y una consecución específica.

Como decíamos, la escuela es un reducto de los nobles, que ven con malos ojos la iniciativa socialdemócrata que se está llevando a cabo. De hecho, abundan las especificaciones al respecto. El presidente del Consejo Estudiantil, Otto Silverhielm, se refiere al profesor Berg, entrenador de deportes, como “no es tan malo pero dicen que es socialdemócrata”. Párrafo aparte merece el profesor de Historia: un nazi acérrimo que cree que las diferencias físicas devienen de tipos raciales como “germánico” y “sureño”.

Este orden social empieza a tambalear con la llegada de Erik. Advertido por su compañero de habitación y luego su más fiel amigo, Pierre Tanguy, de que debe hacer lo que le dicen y evitar destacarse, Erik trata de terminar sus estudios en la escuela pero resistiéndose a los castigos, tratando de no sacar la violencia que ya ha manifestado en otras instituciones. Éste es el camino del protagonista, y es por ello que está “sólo contra sí mismo” (tal su título en castellano). Encontrará, sin embargo, apoyos para su cometido. Al de Pierre, se le sumará pronto el de Marja, miembro del personal de servicio escolar que pronto comenzará un romance con Erik, lo que está terminantemente prohibido en el orden stjärnsbergiano.

La persecución contra Erik se incrementa, dada su capacidad de soportar tal cantidad de atropellos. Pronto, la estrategia se dirige a sus amigos de la escuela, por traslación, como forma de dañarlo a él y obligarlo a reaccionar. La violencia se encuentra legitimada en el ring, único momento donde puede defenderse, pero en inferioridad numérica. Allí, su experiencia en  muchas peleas previas en otras escuelas da como resultado la derrota de sus dos contendientes. Sin embargo, las vejaciones y tormentos no cesan.

Erik es inteligente, quiere ser abogado y es el mejor nadador de la escuela. Encontrará finalmente la manera de librarse de Silverhielm, el presidente del consejo y antagonista principal del film, acabando tras la humillación de éste con el acoso, persecución y violencia de los estudiantes, en una escuela que parece que pronto no será la misma.

Ondskan (título original) significa “malvado”. Así es estigmatizado el protagonista hasta que llega a Stjärnsberg. Es allí, donde verdaderamente existen malvados -que no son otros que los cultores de un orden social que empieza a modificarse-, que aprenderá a doblegar y controlar esa maldad, a cuenta gotas, para finalmente acabar con ella.

El film, estrenado en 2003, está basado en la novela de Jan Guillou y fue nominado al Oscar como mejor película de habla no inglesa. Dirigido por Mikael Häfstrom y protagonizado por Andreas Wilson, la cinta nos sumerge lentamente en una historia atrayente y que, si bien sabemos que el protagonista la superará, desconocemos el momento y la forma que tendrá la solución encontrada por Erik.

Evil es una película que, a pesar de estar situada en contextos muy diferentes, sirve para analizar y pensar la educación y la violencia, temas de gran actualidad en el último tiempo. Se inserta en un conjunto de films de reciente aparición (digamos dentro de los últimos diez años) preocupados por estas temáticas, como La ola (2008) y Entre los muros (2008) a los que podríamos sumar Elephant (2003, de Gus Van Sant, sobre la masacre de Columbine) conformando una filmografía arbitraria pero en gran medida interesante para visitar estos lugares. La puerta está abierta…

Benjamín M. Rodríguez –De la Redacción

Eloy De la Iglesia y el cine kinki

Poco a poco nos vamos dando cuenta de las preocupaciones de nuestros columnistas, ya parte de esta casa. Quienes se atrevan rastrear los textos de Juan Cassanelli (porque esto implica algunos riesgos para los lectores), encontrarán allí inmersos un conjunto de preocupaciones, de intereses y de visiones. Juan nos introduce a un cine con fuerte contenido social, que no inmoviliza sino que aspira a construir crítica social con contenido de fondo. Eso es lo que le pide a los films y aquello que él mismo se interesa en demostrar en las siguientes líneas. Eloy De la Iglesia es un director olvidado, como señala Juan, pero que hoy al calor de la crisis que está viviendo Europa y el mundo en general debe ser reactualizado, porque nos habla de situaciones que poco han cambiado, en España, en la Argentina y allí donde busquemos. (Benjamín M. Rodríguez –responsable de sección)

“En la transición todos teníamos una enorme necesidad de contar cosas que no se podían contar. De hacer uso de la libertad. Me sentía obligado a hablar en nombre de aquellos que no tenían voz, de aquellos que no se dejaban manifestarse como tales, es decir, los marginales”. (1) Con estas palabras Eloy de la iglesia definió objeto y sentido de su rica aunque injustamente olvidada obra cinematográfica, que bien podemos ver en clave de registro histórico, valiosísimo de la etapa de transición a la democracia en España, pese a las despiadadas críticas de los especialistas en cine de aquel entonces.

De su extensa obra cinematográfica me interesa mencionar, justamente, la etapa que marcó profundamente lo que luego se conocería en España como cine kinki y que dejó como saldo Navajeros (1980), Colegas (1982), las célebres El pico I (1983), El pico II (1984), La estanquera de Vallecas (1987). En estas 5 películas Eloy de la Iglesia se sumerge en lo más profundo del lumpenproletariado español. Y bien vale utilizar este término para referirse al mundo que De la iglesia, militante del PCE y homosexual, decía querer representar.

Es sabido que los castings para sus películas se realizaban con jóvenes de los barrios marginales de Mardrid, Barcelona, Bilbao, etc (al estilo Pier Paolo Pasolini en Italia). En muchos casos eran actores que actuaban de sí mismos y que lamentablemente, tendrán en su amplia mayoría destinos similares a los que acontecían en las películas. Muertos por la adicción a la heroína o infectados de HIV, en algunos casos, antes de pasar un tiempo presos por delitos de atracos, venta de estupefacientes, etc.  El consumo de heroína causó estragos en España durante los 80, sobre todo en el País Vasco y el destino de estos jóvenes actores fue el de miles que formaron parte de lo que a sociólogos y especialistas gusta llamar la generación perdida de los 80s. La obra de De la Iglesia supo retractar como nadie este flagelo del consumo de heroína en la España posfranquista.

El más conocido es el caso de José Luis manzano, actor fetiche de los films de De la Iglesia en cuestión (actuó en 5 películas) y con quien el director mantuvo una relación tormentosa hasta los últimos trágicos días del actor en 1992. (2)  Además del citado José Luis Manzano, en poco más de 10 años la heroína se cobrará directa o indirectamente, la vida de la mayoría de los actores y parte del equipo técnico de las películas: José Luis Fernandez El pirri, Javier García, Lali Espinet, Antonio Flores (hijo de Lola Flores), etc. Uno de los poco artistas de esa época que encontraremos en actividad en la actualidad será Enrrique San Francisco, quien pese a su adicción a la heroína supo esquivar el destino de la mayoría de sus compañeros de elenco. Esta situación hizo tambalear hasta el propio De la Iglesia (y su guionista Gonzalo Goicoechea), enroscadisimo con la heroína por aquellos años 80’s, situación que lo alejará casi definitivamente de la pantalla grande hasta su última película, Los novios búlgaros, estrenada 3 años antes de su muerte en 2006, aunque de escaso valor cinematográfico.

En todas las películas aparecen casi los mismos temas: la delincuencia juvenil y la marginalidad en las ciudades españolas desindustrializadas, los “parados”, la prostitución, las familias destruidas por la situación socioeconómica,  la adicción a la heroína con todas sus consecuencias, la homosexualidad (cuyo tratamiento más profundo se la podrá ver en El diputado que fue vista hace muy poco en la tv pública argentina) y la corrupción policíal. También en menor medida aparecen narradas las disidencias regionales y los grupos armados separatistas del país Vasco.  Por otra parte De la Iglesia no se guardará críticas al periodismo, que aparece ligado al chantaje y la extorsión  y como un eslabón más de la corrupción de la clase política española de la transición. Como bien sabemos el proceso que permitió la transición a la democracia en España fue impulsado principalmente por parte de la dirigencia del propio régimen y a estos sectores se denunciará y culpabilizará de muchas de estas problemáticas abordadas en las películas. Ejemplo de ello es cuando De la Iglesia carga contra la guardia civil como promotora de las drogas pesadas entre la juventud. Podríamos conjeturar que el Vasco buscaba una explicación más a la desmovilización política de los 80’s. Lectura política no muy alejada a la  hecha por ETA, demostrada por aquellos años en atentados contra narcotraficantes.

En la breve entrevista que mencionábamos al comienzo De la Iglesia menciona la transmisión de valores mediante el cine.  Cuando aborda el tema de la drogadicción, nos presenta gente real sin edulcorantes (mucho mejor, a mi entender, que la sobrevaluada Trainspotting (1996) que necesitó más de grandes bandas sonoras que de otra cosa para tratar el asunto de la adicción a las drogas duras). Gente con valores como la amistad (en El pico I la amistad entre el hijo del guardia civil y el hijo del político de la izquierda Aberchale, atraviesa toda la película. Lo mismo se verá en El pico II en las escenas filmadas en la cárcel), gente desesperada buscando ayuda en una sociedad que no estaba aún preparada para escucharlos. Pero también gente que lucha, a su forma y como puede, por encontrar su lugar en un contexto totalmente desfavorable. Recordando la etapa de la transición en España, debemos decir que para 1980 el número de “parados” en España era el mayor de la comunidad europea (María Teresa Picaso, 1996).

Y si de valores hablamos la obra de De la Iglesia no esquiva el bulto del mensaje político y la critica social: Navajeros se inicia con la siguiente cita: “los hombres no se hacen criminales porque lo quieran, sino porque se ven conducidos hacia el delito por la miseria y la necesidad” (Ten-si, pensador chino del siglo V – A.C.). Colegas refleja la misma idea. Los 3 amigos ingresan al mundo del hampa, luego de fracasar una y otra vez en el intento de conseguir un curro digno (empleo). Por su parte El pico II también tendrá pasajes analíticos del calvario que vivían miles de jóvenes que no podían salir del consumo de la heroína: el personaje interpretado por José Luis Manzano en un momento habla de “no querer vivir, ni morir, simplemente encontrarse sumergido en el fondo de un agujero negro”. Finalmente en El pico II, la película termina con un epígrafe que reza: “dedicada a todos los presos que conocimos en Carabanchel y a todos los que luchan contra la esclavitud de la heroína”, demostrando la delgada línea que separaba ficción de realidad en el cine de De la Iglesia.

Es que el vasco le hablaba a la sociedad en su conjunto, a través de películas que contenían una gran cantidad de escenas de realismo exacerbado que superaban el límite de lo observable y permitible, para los cánones habituales de un cine que no dejaba de lado su pretensión de entretener (el caso de La estanquera de Vallecas, es la que quizá escapa a esta regla, donde el realismo exacerbado se aplaca con géneros como la comedia y personajes absurdos). Sin dudas lo revulsivo en el cine de De la Iglesia, buscaba que actuase como sacudón a una sociedad pacata y cerrada por años de dictadura, mostrando sujetos históricos de una época que todos conocían pero nadie quería reconocer.

En el contexto actual de crisis en España donde se vuelve hablar de muchos de estos temas y hasta con enviados especiales desde la Argentina (¡!) para demostrar que ellos también tienen gente “indeseable” como en nuestro temible conurbano que roba y hasta asesina para conseguir sus dosis diarias de drogas (y estoy siendo irónico para cualquier desprevenido), no está de mas volver sobre el cine kinki de los 80s y tener en cuenta  la crítica radical sobre la sociedad que tan bien supo retractar Eloy de la Iglesia, quien según Pedro Almodóvar “supo despertar cabezas”.

Juan José Cassanelli –Columnista invitado

(1)   (http://www.dailymotion.com/video/x2gzko_encuentro-con-directores-eloy-de-la_new

(2)   (ver entrevista a Pedro Cid: http://7.diariodepracticasuc3m.com/articulo.asp?idarticulo=81)

Siempre alegran las palabras de Juan y sus textos interpelan. Aquí se las agarra con la última de Trapero, con un ojo súper analítico y bien entrenado. Verán qué le incomoda, qué le molesta del film protagonizado por Darín. Con una obsesión casi antropológica desnuda las posibilidades discursivas (aquí fílmicas) de retratar un mundo que nos es ajeno. A Trapero, a Juan y a casi la mayoría de nosotros; aquellos que conformamos los “de afuera”. (Benjamín M. Rodríguez –responsable de sección)

Elefante blanco es la última película del director Pablo Trapero, que intenta abordar la cruda realidad de la vida en las villas miseria de Buenos Aires y el trabajo desarrollado allí por los llamados “curas villeros”. Su nombre hace referencia a un edificio gigante proyectado por Alfredo Palacios en 1937 para la construcción de un hospital, que sin embargo quedó a medio construir (retomado para la construcción de un complejo habitacional) y fue abandonado varias veces, producto de los avatares de la historia política argentina.

La película intenta abarcar demasiados puntos, a mi modo de ver, sin profundizar ninguno, lo que hace que sólo queden enunciados cada uno de ellos: la opción por los pobres de los curas villeros, para desarrollar su trabajo asistencial/concientizador, y las disputas con la jerarquía eclesiástica, la violencia entre facciones de narcos (al estilo Ciudad de dios pero demasiado acotado y sin tanto vuelo) por el control territorial de venta de paco, el celibato, la pobreza estructural, la marginalidad, la organización y resistencia villera a las promesas incumplidas, la represión y el gatillo fácil, etc.

Cada una de las temáticas por separado posibilita hacer toda una película, y por ello quiero aquí centrarme solamente en una: cómo muestra el film la relación entre curas/trabajadores sociales y los pobladores de las villas.

Para explicarnos el origen de esta tensa relación, debemos decir que la película remite varias veces a la imagen del Padre Mujica (1) (quien en otro contexto totalmente diferente insertó su trabajo con los más pobres), presente como recuerdo en las misas de los padres villeros y en la memoria de los habitantes más viejos de la villa, transmitida a los más jóvenes que allí viven. Sin embargo, hay al menos tres escenas en las que el director representa claramente su idea sobre esta relación. La primera escena tiene que ver con un enfrentamiento entre las facciones de narcos que deja como saldo la muerte de un integrante de ellas seguido de la apropiación de ese cadáver. El sufrimiento de la madre del muerto ante no poder dar una despedida a su hijo lleva al cura francés a entrometerse en la interna narco como forma de conciliación (desobedeciendo las directivas del párroco -Darín-), logrando restituir los restos a su madre. La acción del cura se presenta como un acto heroico al meterse en uno de los “aguantaderos” narcos de la villa, y negociar con éstos la devolución del cuerpo a su madre y el compromiso de una tregua entre las facciones enfrentadas.

En una segunda escena seleccionada asistimos a la discusión protagonizada entre la joven asistente social y uno de los trabajadores de la obra del “elefante blanco” que también vive en las villas. Los trabajadores luego de no recibir el pago de sus sueldos (de la constructora), ni el material suficiente para la construcción, deciden “parar” sus actividades hasta que se atiendan sus reclamos. Tras conocer la medida la joven increpa al trabajador intentando convencer que las casas son para ellos y que el paro no es más que un auto-boicot, a lo que el trabajador responde con la insatisfacción de sus necesidades diarias.

Finalmente, en la tercera escena observamos la relación entre “los de afuera” y “los de adentro” a pesar de vivir en el mismo lugar, en una fiesta que se celebra luego de la ordenación de uno de los curas y su integración a la parroquia de curas villeros. En la escena se retrata la festividad con cumbia, una buena cantidad de alcohol bebido con “protocolo propio”, el asado preparado en una parrilla artesanal y banderas de Argentina que flamean junto a la de distintos países (Paraguay, Bolivia y Perú) dando cuenta de la presencia de la inmigración en las villas. Allí tanto los curas y los trabajadores sociales parecen mimetizarse con los pobladores de la villa o al menos eso es lo que intenta mostrar la película.

La escena primera nos muestra en la relación entre el cura y los narcos una mediación (la del cura francés), en un mundo caótico primado por la violencia e incapaz de resolverse a partir de sí mismo o a través de las “leyes” propias que se manejan en el ámbito de la villa. Por lo tanto el cura representa no solo la moral equilibrada, sino el razonamiento, la cordura, el sentido común y todos los valores de los que carecen los narcos, que también son habitantes de la villa.

En la segunda escena vemos repetir la misma fórmula. La asistente social es quien organiza este mundo villero caótico, ocupándose de todo: desde el registro de los futuros habitantes del elefante blanco, la concientización de los trabajadores y futuros pobladores de la villa, que no son capaces de trabajar en beneficio propio y tampoco en la organización en las posteriores manifestaciones de protesta y toma del complejo habitacional.

Por último la escena tercera a pesar de mostrar esa mimetización que señalábamos, centra toda su atención justamente en ese proceso. Los de “afuera” copian, repiten los mismos bailes y consumen la misma cultura y de paso se llevan todo el foco de atención de la cámara, mientras los de “adentro”, que son los principales productores de la cultura quedan casi como escenografía.

No es sencilla una representación del mundo en las villas, ni de la voz subalterna: no es un problema sólo de los cineastas, mucho menos del buen director Trapero, ni de que sus principales actores no sean “villeros” reales. Tampoco bastaría poner una cámara o varias cámaras en la villa para que su cotidianidad se representara por sí sola (¿acaso esta opción no es la que sigue el estigmatizador más grande de las villas: Rolando Graña?). El problema no sólo se le ha presentado al cine, sino también a la literatura. Hace ya muchos años Gayatri Spivac lanzó la polémica pregunta de si “¿puede hablar el subalterno?”, para responder (por cierto mucho más polémicamente) que esto era discursivamente imposible. Mucha agua ha pasado bajo el puente desde las palabras de Spivac sobre la voz de los subalternos. Lo que sí no deja de entristecernos es la imposibilidad de preguntarle al Padre Mujica sobre Trapero y sobre todos estos temas. Seguramente hubiera sido mucho más enriquecedor y productivo que leer a un opinólogo más de los de “afuera”.

Juan José Cassanelli –Columnista invitado

 

(1) Carlos Mugica (1930-1974), cuyo nombre completo era Carlos Francisco Sergio Mugica Echagüe, fue un sacerdote argentino vinculado al Movimiento de Sacerdotes para el Tercer Mundo y a las luchas populares de la Argentina de las décadas de 1960 y 1970. La mayor parte de su labor comunitaria tomó lugar en la Villa de Retiro, que extraoficialmente lleva su nombre. Fue el fundador de la parroquia Cristo Obrero. Murió asesinado a balazos, inmediatamente después de celebrar misa en la iglesia de San Francisco Solano, en Villa Luro. El crimen se atribuyó a la organización de derecha conocida como Alianza Anticomunista Argentina, aunque judicialmente jamás fue esclarecido.

La apertura de Palabras transitorias a columnistas invitados siempre trae una grata sorpresa que se debe a varios motivos. Entre ellos podemos enumerar la adopción de un punto de vista diferente sobre un film por todos “archiconocido”(lo que a veces genera algún que otro debate), la elección de un determinado director/actor como objeto de reivindicación y puesta en valor de su trayectoria, o llegado el caso, el planteamiento de un tema o elección de un film por nosotros desconocido pero que el columnista conoce con creces. Ésa es la invitación que nuestra columnista de este mes –María Noelia Ibáñez- nos hace; acercarnos al documental chileno al calor del proceso histórico al otro lado de la cordillera. Nos parecía sugestivo ofrecerles esta vez el abordaje de un género fílmico que es muchas veces menospreciado (dada la complejidad de su tratamiento) pero no por ello menos interesante. (Benjamín M. Rodríguez –responsable de sección)

 “Nace desde el pie”, como canta Alfredo Zitarrosa, asume el viento del Pacífico, la sangre del minero y la vida cotidiana de los campesinos. Es el cine documental chileno forjado en las entrañas de la Universidad de Chile, poco antes de la Revolución Cubana y en medio del ardor de la Guerra Fría. Nace como el cine experimental universitario donde nombres como Miguel Littín, Sergio Bravo o Pedro Chaskel, comenzaban a dar sus pasos a la sombra de las salas llenas por el cine estadounidense (desde ya no se discute aquí si el cine del norte es bueno o malo, sencillamente siempre fue capaz de socavar al cine local).

La cámara subjetiva recorre la historia del cine documental chileno, entrando en la piel y los sentimientos de los protagonistas, los espacios, las delimitaciones, los hechos, la narrativa escénica forjada en la realidad misma, sin maquillajes, con el montaje de los surcos del pasado y del presente de cada filmación. La lentitud de la cámara en El chacal de Nahueltoro de Littín (1968) de a ratos nos impregna en la desesperación del protagonista, en la soledad de las víctimas y la agreste latitud del tiempo y la geografía, incapaz de haber evitado los asesinatos e incapaz de dar una respuesta que no sea la capacidad de comprensión, más allá de la condena judicial.  La cámara subjetiva sigue caminando por la cordillera, recogiendo las obras colectivas que dibujan el paisaje realista de la cultura y la identidad chilenas, su música (Violeta Parra), su poesía (Víctor Jara). Es decir, el intento de dar vuelta el mapa para mostrar al mundo la cultura latinoamericana. Y es esta entraña chilena donde nace también lo que podíamos llamar el neorrealismo chileno, con Aborto (1965) de Chaskel, donde se compagina una suerte de documental ficcional, focalizado en los problemas sociales urgentes del proceso histórico latinoamericano.

La política avanza en todos sus frentes, lo artístico es una lírica combativa en toda Latinoamérica. Nos sumergimos ya en los setenta, esperanzados y frustrados, guerrilleros y encadenados, pacifistas y tercermundistas. Chile no es ajeno, sino protagonista de un proceso único en medio del fervor de las armas: la construcción de la vía al socialismo con la Unidad Popular encabezada por Salvador Allende. Las masas arden, la calle advierte el protagonismo del pueblo, ya no de los líderes, y esto es también advertido y elaborado por el cine documental – experimental. De este grupo surgirán los documentales y colaboraciones directas con la llegada al gobierno de Allende, en 1971. Nos quedará en la mirada colectiva la “memoria obstinada” de Patricio Guzmán, militante y director cinematográfico que habrá de construir el más valioso testimonio directo de aquellos momentos con su trilogía La batalla de Chile, la lucha de un pueblo sin armas. En la primera parte, “La insurrección de la burguesía”, Guzmán nos muestra cómo la oposición al gobierno de la Unidad Popular emprende su lucha burguesa contra el poder popular. El director, además de mostrarnos los hechos en el momento en que estaban ocurriendo, recurre a entrevistas diversas con la gente en la calle.

El valor documental de estos hechos, por lo tanto, radica en la contundencia con que está expuesta la realidad, a modo de una ficción guiñada pero que sabemos conscientemente que es una realidad captada en directo. La cámara se mueve según la implicancia más fuerte o más significativa de las palabras y los gestos. Aunque conozcamos el final de la historia, el hilo conductor narrativo comprende una situación de espera intrigante acerca de lo que va a suceder, guiada por la voz del propio director pero cuya narración es llevada adelante por los protagonistas, o, al menos por buena parte de ellos. “Ellos” precisamente constituyen sujetos colectivos, que presentan mayor importancia que los sujetos individuales, tanto en lo referido a la masa popular que busca sostener al gobierno de Allende como a quienes buscan derrocarlo.

 

Guzmán es el resultado de un proceso comenzado con el cine experimental, que agudiza sus sentidos en el cine de expresión social y militante, un cine que denuncia las atrocidades de la dictadura puertas afuera de Chile, pero que queda en la memoria y en la historia eternamente y se constituye en una herramienta maravillosa para la investigación en torno a cualquier disciplina de las ciencias humanas y sociales.

María Noelia Ibañez – Columnista invitada

Repentinamente salimos a buscar un columnista invitado, nos proponen un amante de Casablanca y nosotros, fieles admiradores de “Tócala de nuevo, Sam”, no podemos eludir la iniciativa. Pero no, grata sorpresa nos llevamos al ver que la cinta de Michael Curtiz no sería de la partida. Sin embargo, la propuesta de nuestro columnista rebasa ampliamente los objetivos de la sección. Nicolás Leguizamón nos sumerge en Into the wild, uno de esos films que me han recomendado millones de veces pero que todavía no me atrevo a ver. Y como si esto fuera poco, recoge el guante sobre lo que desde esta sección venimos proponiendo soslayadamente; la puesta en palabras de la subjetividad del espectador. Nuestro columnista lo hace con creces. ¿Será cierto que este film “vuela la peluca” tanto como se dice? Habrá que ver… (Benjamín M. Rodríguez –responsable de sección)

 

Me gusta el cine, pero no soy  un  gran conocedor de directores, actores, montaje, fotografía; lo que  me gusta son las historias y busco que al estar dos horas (promedio) frente al televisor éstas me generen algún sentimiento, que me movilicen alguna fibra nerviosa; sino ¿para qué sirve el arte en sus diferentes manifestaciones?

Así me encontré, hace no mucho tiempo, hablando con un amigo y surgió el tema del cine;  fue él quien me dijo “mirate  Into the wild, que te va a volar la cabeza”. La verdad, no tenia idea de qué se trataba ni quién era el director, actor protagonista, nada de nada (como comenté al principio no soy un erudito sobre el cine), pero ante la recomendación de alguien de confianza y de quien conozco algunos de sus gustos, me preparé para verla.

Un jueves a la noche decidí emprender la tarea. Adelanto que no es mi intención hacer un análisis de la película, sino mas bien comentar su trama brevemente y los pensamientos y sentimientos que en mi despertó, que fueron varios y muy diferentes a lo largo del film.

Into the wild es una película del 2007, dirigida por Sean Pean (sí, ése, el de Mi nombre es Sam) y protagonizada por Emile Hirsch, quien estuvo nominada a algunos premios importantes: dos nominaciones a los Oscar y a los Globos de Oro, entre otros galardones. Sin embargo, eso no la hace una película interesante, sino más bien la historia que trata.

La película comienza en el año 1992: un tren, una ruta y una carta son algunas de las primeras imágenes que recibimos. La letra algo difusa de un niño en la pantalla relata lo que parece ser un viaje, el primer mensaje a interpretar. Quien lo escribe es Christopher McCandless, protagonista del film, quien nos llevará de viaje por gran parte de Estados Unidos  mostrándonos paisajes preciosos, en una aventura difícil motivada por ideales y una fuerte historia de vida.

Christopher, quien se bautiza a si mismo en el comienzo del  viaje como Supertramp, es un joven de 23 años, recientemente egresado de la Universidad con buenas calificaciones,  con chances de  ingresar a estudiar leyes a Harvard, miembro de lo se llamaría una familia tipo (papá, mamá, hijo y hermana), a simple vista un chico como varios de los nos cruzamos por la calle todos los días. Sin embargo, en el transcurso de la  película vemos que no es tan así, pues al terminar sus estudios y sin comentarle nada a nadie, Supertramp  deja todas sus pertenencias, dona su dinero a la caridad y comienza una travesía con un único objetivo a cumplir “llegar a ALASKA”.  Vivir en la naturaleza, huir de una sociedad atrapada en el consumo, el dinero, lo material, la rutina; pero también huir de sus padres, escapar de una familia que lo absorbe, lo desgasta, que lo maltrata tanto a él como a su hermana, otra de las protagonistas de la película, pues será ella la encargada de relatarnos lo que sucedía en la casa  mientras el tiempo pasaba y las noticias sobre el paradero de Christopher no llegaban; será ella quien nos cuente de los problemas familiares existentes y como sus sentimientos  y los de sus padres van pasando del enojo y la bronca a la desesperación y la tristeza absoluta.

La película no es lineal, sino todo lo contrario. Si bien se centra en la historia de Supertramp también podemos conocer historias laterales muy interesantes en las tres etapas en que se divide la película (infancia-adolescencia-madurez). Así podemos conocer la historia de una pareja de hippies que recogen a Christopher en la ruta, la historia de un recolector de trigo que tiene problemas con la ley y la de un anciano solitario que busca adoptar a Supertramp como su nieto para perpetuar el apellido familiar.

La película es compleja. La lucha que encara el protagonista contra el sistema es, en parte, consecuencia de su bagaje intelectual, de su apertura mental y de su idealismo (palabra muy utilizada hoy en día), pero también es consecuencia de un mar de sentimientos que lo invaden.

 Al mirar la película, en algunas partes me reía y pensaba “que bueno sería dejar todo y salir, recorrer, tener nuevas experiencias y crear un mundo ideal”.  El paisaje que se nos muestra, la gente amable que Christopher conoce a lo largo de su historia me despertó un espíritu aventurero que hacia años había perdido, pero con el paso de la trama mi posición iba cambiando y me iba dando cuenta de que no sería capaz de pasar por muchas de las cosas que el protagonista atravesó (frío, hambre, problemas con la ley, golpizas). Muchos diálogos de la película son excelentes, otros no tanto, y pueden parecer trillados. La música va muy bien con lo que pasa durante las diferentes escenas y Emile Hirsch hace con su actuación que yo me crea la historia que se está contando y sufra con él los cambios que atraviesa.

“La felicidad solo es real cuando es compartida”, esa es la conclusión a la que llega Cristopher, la que la película nos termina brindando, idea que apoyo y sostengo aún cuando la sociedad en la que vivimos no sea perfecta.

Nicolás Leguizamón- Columnista invitado