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Cuando alguien dice algo con antelación, aunque sea una cuestión que uno viene pensado hace tiempo, es lícito citarlo textualmente en extenso si representa nuestra propia opinión. Precisamente, este es uno de esos casos en el que debe primar la honestidad intelectual. Lucia Onirica Martín nos introduce en ese mundo de las dudas y las indecisiones en el que los valientes triunfan o al menos eso creen. (Juan Gerardi – Responsable de sección)

No sé. Así empieza todo, con un “no sé”.  Y de ahí en más, la vida se transforma en intentar convertir ese “no sé” en  una afirmación convincente, acertada y oportuna. Como si una fuerza superior nos impulsara a buscar aserciones acerca de todo  lo que nos rodea. Un mandato cultural dicotómico en el que los que dicen, hacen y deciden, sin importar la corrección del caso, son considerados exitosos mientras que el resto de los mortales se debaten en la indecisión.

Cuando la disputa se afirma entre pronunciar dos letras determinadas u otras, sus contrarias semánticas, sí o no, la cosa parecería cobrar un cierto toque de dramatismo. Frente a palabras tan distintas todo puede cambiar si decimos que sí, de la misma forma en que todo puede cambiar si decimos que no.  En ocasiones es fácil. A veces, la duda surge y perdura tan sólo un momento con un grado de significatividad impensable. Ir al cine y tener que seleccionar la película, tal vez nos lleve unos minutos, largos o cortos, pero minutos al fin. El hecho de elegir bien o mal significará pasar dos horas extraordinarias o bien salir de la sala sintiendo que jamás volveremos a recuperar ese tiempo de nuestra vidas que perdimos viendo una porquería.

Pero esta no es la duda que nos interesa. La que nos llama la atención es la duda que persiste, la duda que sigue carcomiendo nuestro cerebro porque nunca alcanzamos la respuesta que la aplaca. Esa duda que nos lleva a declararnos incompetentes para decidir, dejando que resuelva la moneda o quién la gobierne.  Una pregunta importante, o una insignificante, pero dicha por alguien en particular o en un momento en especial, tienen la misma esencia. Nos enfrenta a un duelo con nosotros mismos. Las dudas importantes son aquellas que nos dejan aproximarnos al sí momentáneamente, las que generan respuestas que se nos escapan de las manos.

Lo curioso es que de un modo u otro, siempre volvemos al no sé, volvemos al principio, quizás, para descubrir que tenemos más dudas que antes. Nos metemos cada vez más adentro del laberinto, olvidando porque habíamos entrado y si queremos salir. Las dudas significativas son las que se asocian con la desesperación, con el enojo, con la frustración y cada vez son más difíciles de resolver. Son las que requieren, como condición esencial, que acompañemos cada decisión con un papiro de argumentos, firmes, concretos, indesestimables, imperecederos, de una fuerza sempiterna y racional.

Todas las decisiones son tomadas en algún punto porque queremos sentirnos orgullosos y seguros. Sentir que estamos decidiendo bien, que no nos vamos a arrepentir, que nuestra palabra no estará vencida por la indecisión o las falsas promesas que en alguna oportunidad nos contrariaron. Por poner un ejemplo, en algún punto metafórico, cuando nos probarnos una camisa queremos creerle a la vendedora esa mueca pintada que nos dice que fue hecha para nosotros. Deseamos verla y saber que amaremos por siempre a esa camisa. Intentamos estar seguros de que elegimos bien a nuestra pareja, a nuestro perro, a nuestra casa. Esa es la única manera de jactarnos presuntuosamente con nuestros pares de la vida plena y llena de buenas decisiones que llevamos.

 Ahora bien, ¿Cómo se hace? ¿Cómo llegamos a una respuesta cuando ya no hay sentido? En realidad, esto no lo sabemos. Consideramos que pocos lo saben. Es más fácil enumerar numerosos atajos bien usados por vagos, indecisos y aventureros. Hay quienes dejan que otro decida por ellos, tal vez les vaya mal pero al menos la culpa la tendrá otro. También hay quienes evaden las dudas y de maneras casi mágicas hacen que estas se disipen solas, los famosos “esquiva bultos”, profesionales del silbido, de la mirada perdida en el cielo, hijos del  “supongo, ya veremos, tal vez, a lo mejor, probablemente, anda a saber”. Los que deciden rápido y luego “ven que onda”, gente aventurera y arriesgada, que se tira a la pileta, alguno llegará a fijarse si hay agua, pero seguramente no sabe qué tan profunda es. Gente que ve la duda como una pérdida de tiempo y el hecho de elegir algo o no, es un trámite. Se proponen ver que tiene el mundo para ellos, total, si eligen mal, siempre hay tiempo de arreglar todo.

 ¿Nosotros?… Bueno…creemos que la moneda, cuando el cerebro no quiere decir más, puede resolver muy bien la cuestión.

Lucia Onírica Martín – Columnista Invitada

Enjoy the silence

Existen personas que logran llamar nuestra atención por la forma irreverente en que dicen las cosas. Personas que tienen esa capacidad de comunicarse sin rodeos ni metáforas, sin florituras ni ornamentos. Algunas de esas personas pueden ser irritantes, otras, en una proporción no menor, son reveladoras. Dicen lo que piensan sin más, porque es una forma de execrar lo que pone a prueba su delicada paciencia. Lucia Onírica Martin es una de esas personas, directa, frontal, provocadora y sincera, por ello, no menos irritante o reveladora, según sus lectores de Facebook o de  algún que otro blog que llevó adelante. En esta nota, con un estilo similar, pero profundamente más interesante al de la Tana Ferro, personaje de la película Un novio para mi mujer, con quien yo la comparé alguna vez,  nos comenta de un modo personal qué le pasa con el silencio, con aquello que lo opaca, que lo interrumpe. (Juan Gerardi – Responsable de Sección)

 

¿Por qué tenemos esa necesidad de opacar los ruidos  de la vida con música o televisión? ¿Por qué será que no podemos ir a un cumpleaños sin  tener que escuchar esa música errática, mal hecha, monótona y en un volumen más que excesivo de fondo?

En casa solía quedar el televisor eternamente prendido.  Hasta que un día lo apagas y ahí vuelve… el silencio.  El silencio que decide dejar de serlo cuando realmente debe y quiere: el motor de la heladera, un perro que ladra afuera, tal vez el timbre o el teléfono siempre están ahí para acallarlo.  Me atrevo a afirmar que el silencio es más sabio que nosotros. Él debería decidir  cuando dejar de serlo y no deponer en manos de  nuestra idiotez la decisión de interrumpirlo.

 Nadie dice que este mal poner música, prender la tele, escuchar la radio, cantar en la ducha, tocar la bocina de forma obsesiva,  como lo hacen todos los aficionados a tocar la bocina. El tema es cuando se vuelve una constante…  cuando la persona no puede vivir si no tiene un aparato que lo acompañe. A veces se vuelve grupal el asunto. Esto es bastante común, la gente se junta a escuchar música berreta del momento, con los parlantes al tope y a hablarse a los gritos sobre lo buena que está esa fantástica música berreta del momento.  Las familias se reúnen a la mesa para almorzar y el televisor esta ahí siempre prendido, tal vez ni lo miran, pero entonces ¿por qué esta prendido? Tiene que haber algo prendido mientras comemos, tiene que haber algo prendido mientras hablamos, tiene que haber algo prendido mientras estamos en nuestras casas, tiene que haber algo prendido mientras trabajamos, tenemos que tener algo prendido mientras manejamos.

Se ha perdido tanto el valor del  silencio, el valor de estar cómodos con alguien y no con algo, que no  podemos apreciarlo. Es tan difícil permanecer a gusto en nuestra casa sin  encender ningún aparato para poder estar allí. Poder estar en una sala de espera de alguna clínica careta, sin tener que escuchar y ver un plasma de 98 pulgadas que nos pasa “LA PELU”. Cuando, por lo menos a mi, me gustaría más, disfrutar de alguna brisa que se escape por la ventana,  hojear  una revista, de alguna puerta que se abre, los apellidos con voz fuerte y clara. El hecho de poder sentir la esencia de un lugar por sus sonidos.

Siempre hay momentos en los que el relleno es necesario. No se puede caminar por el centro sin un Mp3 que nos rescate del vendedor ambulante,  del que habla a los gritos con su acompañante, del tráfico y sus protagonistas. El tema es cuando esto se vuelve  un chicle mediático destinado a permanecer constantemente en la boca,  más allá de haber perdido el sabor hace ya varias décadas. ¿Por qué?

Qué tengo que pensar de quién en su casa lo único que escucha es el televisor o la música. Se pierden tantas cosas. En mi caso, se perdería el ronroneo de mis gatos, el tic tac suavecito de mi reloj, el motorcito del aireador de la pecera, tal vez algún pez escarbando y golpeando el pedregullo del suelo contra los vidrios. Porqué es mejor el televisor que todos estos ruidos, que son los ruidos de nuestra vida. Son los ruidos que nos identifican, que nos posicionan en algún lugar. Sabemos que estamos allí, por lo que escuchamos.

Lucia Onírica Martín – columnista invitada