Orwell sigue ahí, golpeándonos sin piedad en la rodilla, en la cabeza, en el estómago. Tanto se ha escrito sobre su mundo y el nuestro y sin embargo poco hemos querido detenernos a comprender. Porque, de seguro, nos aterrorizaría pensar que la literatura, esa inutilidad, tenga algo que ver con lo real. Tomás Villegas se suspende, piensa, desmenuza algunas cosas y otras las deja ahí, para que nos duelan si nos hacemos cargo. Con una escritura transparente y lúcida, Tomás quiso ponernos al mundo orwelliano frente nuestro. (Joaquín Correa, responsable de sección).
No creature among them went upon two legs.
No creature called any other creature «Master.»
All animals were equal.
“Animal farm”
Orwell
Una constante obsesión del mundo Orwelliano: el Estado como monstruo, como máquina que moldea conciencias y cuerpos. La revolución puede entenderse, justificarse. Es, en un punto, inevitable, ya que la Historia se comprende cíclicamente (de negación en negación, diría Hegel). Claro que no viene sola. ¿Qué hacer con el poder si es que, en efecto, puede controlarse? Punto caro a Orwell: ¿puede el hombre con el poder? Sus novelas más reconocidas, Rebelión en la granja y 1984, abordan la cuestión y responden por la negativa con la fuerza de un cross a la mandíbula. El ser humano es determinado de pies a cabeza, hechizado (como los personajes de Arlt por el dinero) por el poder, por lo que éste conlleva.
Una de las consecuencias del Estado totalitario (no sólo de sus aparatos represivos sino también ideológicos, al decir de Althusser) es el aniquilamiento del individuo. Cualquier rasgo que lo singularice (es decir, que lo vuelva sujeto) atenta contra el establishment. La paradoja que atraviesa 1984 puede resumirse en que el protagonismo de los caracteres individuales reside en un concepto que, por excelencia, tiende a la homogenización y a la anulación de identidades. Me refiero al concepto de clase. La especificidad de los proles es antagónica a la de los miembros del Partido por razones varias, a saber: la vitalidad y la materialidad de los primeros en oposición a la apatía y a la negación del cuerpo y sus instintos básicos de los últimos. El partidario se define sólo por la sumisión y el acatamiento a las normas y reglas, es decir, por la reproducción del sistema. Se aboga también por la paulatina disminución de sus funciones cognitivas. Una especie de involución. De aquí que el hombre pase de ser un animal racional o político a un engranaje automatizado. Sapir-Whorf estarían encantados al leer la premisa que Syme le comenta al protagonista, Winston. La percepción y la comprensión del mundo que se aprecia (que se crea, que se piensa) está ineludiblemente ligada al lenguaje:
¿No ves que la finalidad de la neolengua es limitar el alcance del pensamiento, estrechar el radio de acción de la mente? (…)¿cómo puede haber crimental si cada concepto se expresa claramente con una sola palabra, una palabra cuyo significado esté decidido rigurosamente y con todos sus significados secundarios eliminados y olvidados para siempre? (…) Cada año habrá menos palabras y el radio de acción de la conciencia será cada vez más pequeño.(1)
Adelgazado el léxico mental de los afiliados al Partido, su libertad termina por coartarse. No hay forma incorrecta de nombrar la experiencia, el mundo. No existe dicha posibilidad dentro de los márgenes de la neolengua. La muerte de la ambigüedad lingüística es la muerte del sujeto.
En cambio, en las desviaciones de los proles se encuentra el ánima. Los suburbios y los barrios marginales (donde ese eufemismo llamado free market gobierna) son apenas vigilados. La inconsciencia clasista reinante opera como el mejor método de control. Considerados por el sistema como fuerza de trabajo exclusivamente (“Los proles no son seres humanos” (60)), la figura del viejo anónimo al que Winston invita un trago y la del “tabernero”, resumen las peculiaridades del proletario 1984: un mínimo retrato –los rasgos físicos interesan en tanto que diferencian–, la importancia del cuerpo, la gesticulación, el disenso y la discusión (por motivos etarios y lingüísticos). Orwell jamás idealiza a la clase, la piensa a partir de sus conflictos y tensiones internas.
Un hombre muy viejo con bigotes blancos, encorvado, pero bastante activo (…) estaba acodado en el bar discutiendo con el barman, un joven corpulento de nariz ganchuda y enormes antebrazos.
–¿Vas a decirme que no puedes servirme una pinta de cerveza? decía el viejo.
–¿Y qué demonios de nombre es ese de «pinta»? –preguntó el tabernero inclinándose sobre el mostrador con los dedos apoyados en él.
-Escuchad, presume de tabernero y no sabe lo que es una pinta. A éste hay que mandarle a la escuela. (95,96) (La cursiva es mía)
En primer término, la corporeidad del barman lleva en sí misma una idea de exceso, de demasía y desborde. En otras palabras, de algo que pareciera escapar al control. Inconcebible en el mundo oficial, lo que atraviesa por completo la escena es el disenso, la disputa, el cuestionamiento a la autoridad. Las burlas parten de ambos bandos; no obstante, el menos actual de los dos (el menos revolucionario, diría en tono sarcástico Orwell) es el que, como en la habitación 101 (número de departamento que habita el personaje Neo en The Matrix, dicho sea de paso) solicita la reeducación del barman. Actitudes desafiantes, bravuconerías y un registro bajo en contraste con la norma lingüística establecida –la neolengua– son las marcas privativas de una clase y de un mundo que se construye en paralelo al oficial (una relación, en tanto que mundos literalmente contiguos en 1984, semejante a la que Bajtin pensaba entre la cultura hegemónica y la popular en la Edad media y el Renacimiento).
Los contrastes corpóreos y lingüísticos denuncian una diferencia de clase inconsciente para la mayoría de sus integrantes. La distancia entre dos cosmovisiones (mejor, la ignorancia de la razón de ser de dicha distancia) es necesaria para el mantenimiento de la Ley. Como reza uno de los slogans del Partido: La ignorancia es la fuerza.
Tomás Villegas – Columnista invitado
(1) Orwell, G. 1984. Bs. As. : Destino. 2006. P. 60. (Citaré entre paréntesis de aquí en adelante)